regalaba, en la sala, figuras mitológicas que vivían sólo un instante.
Isolda sentada en el sillón de rojo paño, estaba tan compenetrada en la lectura, que no advirtió la presencia de un sobre de papel depositado en el piso de mosaicos antiguos. No llevaba remitente, pero junto al membrete, un arabesco rodeaba su nombre: "Isolda", como si lo acariciara.
Cuando el sol hirió sus ojos marrones, ella parpadeó y buscó otro lugar donde sentarse para abrir la carta, lo hizo casi con desesperación, rasgando el papel carta de colo rosa de su interior.
Los ojos de Isolda leían y releían aquellas letras, donde la palabra "Franchesco" ocupaba el último renglón. Ella no lo conocía, pero sí su sentimiento profundo, que florecía en cada línea de la misiva:
"Tierna centella, de tierras y mares, no quieras que el hielo apague el fuego que en mí, has encendido. Abre la ventana de tu alma para entrar y así poder hacerte feliz. Bajo la piel de tu tierra sembraré las semillas del amor.
Te ví aquella tarde de abril a orillas del río Yuspe y fuiste un pétalo suave que anidó en mi corazón. Las tormentas desaparecieron de mi vida y un sendero de nácar se abrió entre tu alma y la mía".
La carta terminaba con una invitación, una cita a las 8 de la tarde junto a la cascada que decoraba el centro de la plaza principal de la ciudad de Cuesta blanca...
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